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sábado, 8 de marzo de 2014

TE CUENTO: La vieja Angelita


Angelita y su burra

La vieja Angelita es uno de los personajes más entrañables de mi novela La eterna travesía del alma. La verdadera Angelita era una vecina del pueblo donde vivo. Cuando yo la conocí ya tenía unos 75 años, pero se conservaba muy bien a pesar de su edad. Tenía la cara muy arrugada, como la de todas las mujeres que se pasan la vida trabajando en el campo. Las primeras veces que la vi me llamó la atención su expresión risueña y su caminar firme. Por aquel entonces solía ir acompañada de una burra casi tan vieja como ella.
Alguien del pueblo me comentó que aquella vecina conocía de remedios naturales más que nadie en muchos kilómetros a la redonda. En esa época yo trabajaba en un herbolario y estaba muy interesada en las plantas medicinales. Al enterarme de que Angelita sabía mucho sobre ese tema, hice por acercarme a ella con la intención de aprender todo lo que pudiera de la anciana.
Tenía un carácter fuerte y a veces era un poco arisca con la gente, pero enseguida me di cuenta de que se trataba de una persona con un corazón tan grande que no le cabía en el pecho. Era tal cual, no había dobleces en ella, te hablaba siempre con sinceridad. Creo que le encantó descubrir a alguien con quien poder compartir sus conocimientos porque se la veía feliz cuando me explicaba cómo preparar los remedios.
Recuerdo con mucho cariño los días que cogíamos la cesta de mimbre y nos íbamos las dos por los caminos, mirando aquí y allá, a ver qué hierbas encontrábamos. No tardábamos en coger alguna planta que guardábamos en la cesta. Pero antes de guardarlas me hacía mirarlas con detenimiento, me explicaba en qué tenía que fijarme para no confundirlas con otras, me contaba sus propiedades y me decía cómo se debían preparar. De unas cogíamos las hojas, de otras solo las flores, y había algunas que teníamos que desenterrar porque sus propiedades curativas solo estaban en las raíces.
A veces me pedía que las chupase o las masticase para descubrir su sabor.  Las había dulces, amargas o con sabores indefinibles. Muchas de ellas sabían como el demonio, lo que provocaba que ella se riera de mí cuando me veía poner caras raras.
Angelita delante de su casa

Angelita era un pozo de sabiduría y yo me quedaba embobada escuchándola. Tenía tantos conocimientos que al principio no me quedaba ni con la mitad de todas las cosas que me decía, pero a ella no le importaba explicármelo las veces que hiciera falta. Sabía tanto sobre plantas medicinales que hasta la doctora del consultorio médico le preguntaba por sus remedios.
A la vuelta de nuestras excursiones, cuando teníamos la cesta llena, nos íbamos a su casa, donde me enseñaba a preparar las hierbas en función de su uso. Me gustaba volcar la cesta sobre la gran mesa de su cocina para observar encantada  toda la variedad de plantas que habíamos recogido. Con algunas de ellas hacíamos manojos que atábamos y colgábamos de las vigas de madera del techo, donde debían secarse bien antes de ser troceadas para guardarlas. Gracias a todas las hierbas que siempre había colgando por todas partes en la vieja casa de mi amiga, cuando entrabas te dabas de bruces con un olor muy especial, muy agradable, que impregnaba cada rincón de la vivienda.
No tardamos en hacernos buenas amigas y pasamos de hablar de plantas a hablar de todo. Recuerdo sentarme con ella en la puerta de su casa, a mirar los pocos coches que pasaban por la carretera, mientras las dos charlábamos de lo divino y de lo humano. Me contó cómo de niña tenía que ir a llevar el ganado a pastar por los montes de los alrededores, y se pasaba todo el día a solas con los animales… y con sus pensamientos. Me relató historias de la guerra, de cuando venían los soldados de uno y otro bando y a todos se les recibía igual de bien. Nunca nadie pegó un tiro en el pueblo. Me dijo cómo conoció a su marido, su boda, la muerte temprana de su esposo y cómo sacó adelante a su único hijo.  Me explicó cómo vivían antes las familias, que solían ser muy numerosas, y cuando los hijos se casaban se quedaban con los padres porque el dinero no les daba para vivir por su cuenta. Por aquella época los prados de los alrededores del pueblo, que ahora se veían abandonados y llenos de maleza, estaban todos cultivados porque servían para alimentar a las familias, que subsistían gracias a lo que les daba la tierra y a la cría de su ganado. Me relató con cierta tristeza cómo con el paso de los años empezó a marcharse la gente del pueblo en busca de una vida mejor, y las casas se fueron cerrando una tras otra hasta terminar muchas de ellas abandonadas y en ruinas.
Angelita arreglando unas madreñas

Yo escuchaba atentamente sus historias, sintiéndome como una niña pequeña a su lado. También había veces en las que las dos nos pasábamos las horas en silencio, simplemente disfrutando de la compañía mutua y de la paz del momento.
Era una mujer fuerte, valiente, sencilla y honesta. Fue un auténtico privilegio para mí conocerla.  

Angelita falleció el 27 de mayo de 2004 a los 82 años de edad. El personaje de la vieja Angelita es mi pequeño y humilde homenaje a mi querida amiga. 

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